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William. Una historia de Vampiro La Mascarada

Queda claro por la cantidad de entradas de este juego, que Vampiro La Mascarada fue importante para mi Club de Rol. Cuando llegó a nuestras mesas eclipsó al resto de juegos y produjo una extraña reacción en los jugadores: les dio por escribir historias de sus personajes.

Bien es cierto que yo les animé con miel para sus oídos: «pxs a cambio de historias». Y aunque no todos entraron en la dinámica propuesta, la mayoría sí lo hizo y nos deleitó con cosas como esta: William, Vampiro Malkavian, interpretado por Alberto (creador también de Flaco Jiménez).

William.

Le intenté observar atentamente. Resultaba difícil, pues se las había ingeniado para ponerse a contraluz detrás de aquella desvencijada mesa de despacho, y la escena más bien parecía uno de esos interrogatorios de tercer grado que salían en las viejas películas de cine negro. Fumaba uno tras otro interminables cigarrillos, encendiéndolos con lo que me pareció un Dupont de oro blanco de 1957. Contrastaba como un brillante en un estercolero, con aquel cuartucho de los bajos fondos donde me había citado.

  -¿De qué quiere que le hable?, – preguntó al fin de entre las sombras.

  -Quisiera saber como comenzó en esto, quien le inició, porque lo hace…

  -Tsk, tsk, tsk… -cortó bruscamente-. Vayamos por partes. Dio una gran calada al cigarro, expulso un par de anillos hacia el techo, y comenzó a contarme la más increíble historia que se publicará en el USA today jamás.

  -Yo trabajaba en Detroit en el departamento de investigación de nuevos componentes de una gran empresa de automoción, que no viene al caso nombrar. Ganaba un buen sueldo, tenía una bonita casa en un barrio residencial, una bonita esposa a la que amaba, en fin, todo era como un dólar nuevo y reluciente. Pero entonces todo se torció de manera asombrosa en poquísimo tiempo. Los japoneses desembarcaron con sus modelos más modernos, fiables competitivos y baratos; a esto se unió la crisis del petróleo de la jodida OPEP, y la deliciosa política económica de Ronnie hizo que… que la maldita empresa (-a punto estuvo de nombrarla) considerase muy caro el departamento que yo dirigía, y nos pusiese a todos de patitas en la calle. Esto no hubiera sido muy grave, si no fuese porque cuando volví a casa descubrí que la perra de mi mujer quería más a mis tarjetas de crédito que a mí. Tuvimos una fuerte discusión que concluyó con mi promesa de buscar trabajo en cualquier otra de las cuatro grandes el mismo día siguiente. Así lo hice, e invertí toda la mañana, como pude, de despacho en despacho, pero en todos sitios me dijeron bonitas palabras y una patada en el trasero. Lo peor de todo fue cuando volví a mi casa, mucho antes de lo previsto claro, y me encontré a mi mujer con Donald Mulhoney, uno de mis grandes amigos al que yo había ido a pedir trabajo y que «se encontraba reunido». La discusión y pelea posterior concluyó con una nariz rota, la policía en el jardín y mis gritos salvajes haciéndome mala sangre de no haber hecho bienes gananciales, puesto que como yo amaba tanto a mi mujer, todo lo mío era de ella, y así, la casa, las cuentas, incluso el perro, estaban a su jodido nombre.

  «Me largué de allí cuando me terminó de interrogar la policía, y conduje violando las leyes de circulación de yo que sé cuantos estados. Iba sin rumbo, tomando a veces una salida, otras veces otra, estoy seguro de que di un gran rodeo, y acabé llegando a Denver. A estas alturas mi aspecto era el de un pordiosero, y nada quedaba ya del brillante ejecutivo que había sido.

   «Vagaba por las calles de Denver, durmiendo en el coche, bebiendo grandes cantidades de vodka, vomitando grandes cantidades de vodka, asustando viejas, viendo las estrellas por las noches y preguntándome porque me pasaba todo esto a mí… hasta que ocurrió. Una noche decidí por fin matarme. Buscaba a toda velocidad un coche con un tipo feo, gordo, o algo así, que me callese mal, y estamparme contra el volando en mil pedazos.

   «En un semáforo, el de la 3ª y James, clavé los frenos y esperaba ansioso la luz verde para salir, cuando paralelo a mí se colocó un ford mustang descapotable del 64, un coche con motor de 8 cilindros y 6 litros, de antes de la crisis del 73, rugiendo como mil demonios y con un tipo muy, muy raro conduciéndolo. Me recordó al doctor Mengele, con una risa nerviosa, casi patológica en los labios, y a tres chicas despampanantes en los asientos.

   «Me preguntó que donde iba con tanta prisa: – A morir, – respondí en uno de mis achaques alcohólicos. Esto pareció divertirle, pues estalló en carcajadas cada vez más sonoras y terminó por decir: – chico malo, chico malo, no te voy a dejar. Salí disparado, pero la potencia estaba de su lado, y me cerró una y otra vez, conduciéndome por callejuelas que yo no conocía. Era extraño, pero por encima del ruido de los motores, juraría que oía su risa de dibujo animado.

   «Finalmente realicé un doble ocho con contravolante con el que pareció que le había despistado. Comencé a intentar orientarme cuando noté un fuerte golpe en el techo, y se me apareció su espantosa cara en el parabrisas. Clavé los frenos y el tipo cayó con violencia en el suelo. Paré el coche y me bajé, pero no estaba allí. De pronto, oí el ruido de mi motor acelerando, y vi como aquel tipo se reía y reía por encima de los acelerones. Yo estaba asustadísimo. El tipo comenzó a hablar:

-Conduces bien, -exclamó entre extrañas convulsiones.

-Es mi trabajo, – balbucee.

-¿Te interesa ganar uno de los grandes?

-No… no quiero tener nada que ver con drogas ni cosas raras, – le amonesté como un colegial.

  «Estalló en una carcajada que duró siete minutos mientras se bajaba del coche y efectuaba diversas piruetas como si se tratase de un saltimbanqui. Se quedó acuclillado y me grito:

-¡Eres un buen boy-scout! ¡ Eres un buen cristiano! No seas estúpido. Seré claro: tu conduces en una carrera, tu ganas, yo me llevo la mitad, y todos felices.

-Yo… hace tiempo que no conduzco en circuito y…

– Corres con mi coche, en las calles, estúpido. No reglas, no policía, nada. Se llama carreras banzai. Si mueres, no habrá flores, ni violines.

  «Yo había oído hablar de ellas, pero creía que eran cosas de película. Pensé que la velocidad hasta ahora sólo había sido parte de mi trabajo. No era algo especial para mí. Entre el miedo que tenía a aquel tipo, mi situación, y por todo un poco, le seguí al aparcamiento del centro. Allí había dos jovencitos, con un Corvette y un Camaro último modelo, pagados seguramente con la tarjeta de crédito de sus papas. Aquel tipo me dijo:

   -Déjalos que se hagan ilusiones, haz que se te cale el coche, rózalo con alguna columna, que se crean los mejores.

   «Así lo hice, y recuerdo lo fácil que cambió el dinero de manos aquella noche.

   «Y así ocurrió la siguiente noche, y la siguiente. Siempre tipos con coches muy bonitos, muy potentes y que conducían estrepitosamente mal. Nuestras perrerías llegaban al extremo de bajarme en una silla de ruedas y ponerme delante del volante del Munstang mientras se me caía la baba, hacer que el motor sonase como el de un diesel (sencillo, con una lata de Campbell´s y un par de tiras metálicas), llevar gafas de culo de botella y golpear el coche contra uno de los participantes aduciendo que no le había visto, que el coche perdiese litros y litros de aceite (de una lata colocada en el maletero).

   «Pero pronto Sam (así se llamaba el tipo) y William y su Ford Munstang convertible del 64 se hicieron demasiados famosos entre los panolis de Denver, y todo esto ya no funcionaba. Sam comenzó a traer otros coches, robados, supongo, al garaje donde nos reuníamos todas las noches. Nos disfrazábamos como podíamos y simulábamos ser turistas en busca de emociones fuertes, ancianos en busca de una última juerga (esto quedó muy real, con un Cadillac de 10 cilindros en línea) y seguimos desplumando estúpidos pimpollos hasta la fecha.»

   – Pero, ¿no se han dado cuenta todavía de lo bueno que es?.Sonrío, o al menos eso me pareció. Luego continúo.

   -Digamos que la clientela ha cambiado. Ya no son niños creyendo ser los reyes de la fórmula Indy, sino otros conductores venidos de Baltimore, Las Vegas, San Antonio, yo que sé. Vienen con sus coches preparados, con varios cientos de caballos bajo el capó y varios miles en el bolsillo. Vienen atraídos por esa fama que a los «teenagers» espanta. Quieren demostrar que hay alguien más rápido que yo.

-¿Y los hay?, pregunté.

   -Ningún ser humano lo ha logrado. Por eso siguen viniendo.

   -¿Gana mucho dinero?

   -Depende del número de participantes. Mi tarifa son 25000 por tipo y coche. Los días buenos vienen hasta cuatro, ¿sabe?. Ahorran meses, incluso años para venir a retarme, y luego lo pierden todo tan rápido que no les da tiempo a lamentarlo. Pero cada vez hay menos dispuestos a correr tan grande riesgo, y últimamente sólo he tenido un contrincante en cuatro meses.

   -¿ Ha habido alguna muerte en estas carreras? El tipo emitió una risa corta y seca. Encendió otro cigarrillo y contestó.

   -Los cementerios están llenos de gente que ha corrido conmigo.

   -¿Se lleva mucho Sam? Se le nubló la vista, e hizo por primera vez una mueca de fastidio.

   -Antes si. Desde que murió, sólo tengo ganancias para mí.

   -¿Cuál fue el momento más difícil, éste quizás?

   – Dije mientras tragaba saliva.

   -Sam murió por estúpido. Sólo un estúpido corre con el depósito lleno, sabiendo que el fuego es lo único… es nuestro gran enemigo. Sólo un estúpido no me deja conducir por un bravatada y sólo un estúpido corre una noche lluviosa.

   Lo decía con una voz muy enfadada, casi a gritos.

   -Sam se empeñó en correr en aquellas condiciones. En el cruce de la octava con Maryland tocó un bordillo, perdió el control a consecuencia del piso y se estampó contra la gasolinera que hay allí, la de a dólar treinta el galón.

   Lo recordé. Un espantoso accidente en el que pereció un muchacho que servía en la gasolinera y el conductor, al que nunca de logró identificar, ya que no quedaron ni los dientes. Mi mujer cubrió la noticia. El tipo este, William, o como demonios se llame, continuo.

   -Pero no fue ese el por momento. ¿Conoce la bajada de Landsome Road hacia la autopista de circunvalación?

   – Si.

   – Bien. Así se hará una mejor composición de lugar. Cuando Eddie «Fastest» Chetnik de Toledo, Ohio, llegó a la ciudad, supe por que venía. Por mí. Con su Pontiac Firebird del 62, en el que se había gastado mas de tres de los grandes en prepararlo. No aceptó correr contra el Lincoln que yo conducía entonces, así que preparé otro coche para la ocasión. Mi obra maestra es mi coche. A simple vista parece chatarra, pero no lo es. Es un Mitshubishi Galant GLSi. En un tiempo fue la confortable y rápida berlina de la típica familia media. Yo le he hecho unos cuantos cambios.

   Le cambié la tracción delantera al eje posterior, por eso su maletero ya no es tan enorme. No me compliqué la vida: usé un acoplamiento viscoso Fergusson simple. ¿Para qué cambiar la tracción? Para manejar mejor la potencia que pensaba insuflar al motor. Éste, un 2 litros 16V, vendía 137 cv, pero yo acorté carreras, puse un diagrama de distribución muy cruzado, instalé un compresor volumétrico que entra desde ralentí hasta 2500rpm, donde entra un turbocompresor Garret T3 (1.8 bares) mediante una válvula «by pass». El conjunto tiene como función proporcionar unos bajos bestiales, aunque es fácil con un tarado de casi 1.8 bares. Le puse unos colectores de admisión y escape mayores, y el resultado de esto fueron 100 cv más. Con 237 cv, mi carro en mis manos es una auténtica máquina de correr. «Porque también mejoré el chasis con vistas a ello. Los amortiguadores se los cambié por unos Monroe bitubo de gas. Cambié la suspensión multibrazo trasera por una independiente con elementos transversales y brazo longitudinal con bieleta de convergencia, muelles helicordales y los amortiguadores citados. También le sobredimensioné los discos autoventilados traseros y delanteros y le puse llantas más anchas y de mayores dimensiones (18 pulgadas), calzadas por unas gomas de perfil muy bajo. Gracias a esto, su chasis va sobre raíles, y es sencillo tomar curvas de 28 m de diámetro a 130 km/h con él (chirriando como un loco, claro). Sus prestaciones también se ven favorecidas porque quité todo lo que supone peso y a mi no me supone nada: no hay radio ni altavoces, ni salpicadero salvo la instrumentación, no hay elevalunas traseros (dejé los delanteros porque el efecto es muy bueno al usarlos), ni paneles en las puertas. No hay aire acondicionado ni ABS, ni control electrónico de la tracción, ni ninguna pieza que me encontrara y que declarase inútil (por ejemplo el sistema de calefacción). También tiene el capó de aluminio. Está lleno de porquerías, y dentro huele a moho, humedad, pies y grasa rancia. Hace tiempo que no sé que color son los asientos, pero no me importa demasiado. Le amo. Es un auténtico lobo con piel de cordero, y Chetnik picó. El recorrido terminaba en la salida 12 de la autopista de circunvalación. Como ves, desde Landsome Road, hasta allí, solo hay una milla y media escasa que, a la velocidad que vamos, ser la merienda uno en un suspiro. Quien entrara primero en la autopista tenía todo hecho. Al principio le dejé ir delante un buen rato. Chetnik era bueno y rápido, y tendría que trabajar duro para ganarle, así que me maldije por mi estupidez, Fui lo más pegado posible a su culo, y al llegar a la bajada que te digo, le hice un interior que no se esperaba. Era mío, pero entonces, sucedió lo inesperado. Debajo del puente viven muchos de esos «homeless», que tienen allí un triste cobijo. Una niña de unos tres años salió inesperadamente de allí.

   Se detuvo. Estuvo tres minutos en silencio.

   – ¿Qué ocurrió?

   -Cálle. Se lo iba a contar, pero estoy intentando buscar las palabras adecuadas para que usted entienda algo que duró décimas, milésimas de segundo, lo que pasó en ese tiempo por mi cabeza y por mi alma.

   «Por un lado estaba el deseo de ganar, de seguir imbatido y atrayendo clientes. Por otro no podía pasar por encima de la niña. Algo semejante a una bestia primitiva me rugía desde el interior a aplastar el pie contra la alfombrilla que rodea el acelerador. Pero algo todavía más fuerte me decía que no debía hacerlo. A todo esto, iba decelerando y bajando desde las seis mil a las cuatro mil vueltas por minuto. Le repito que todo esto ocurrió en décimas de segundo. Decidí que una carrera y 25 de los grandes no merecían la vida de una niña. La niña además había caído, y estaba indefensa. Tres mil revoluciones. Unos diez metros. Nunca he sabido y nunca sabré porque lo hice.

   «Cuando oí el golpe el cuenta revoluciones marcaba ocho mil. Pasé limpiamente a Chetnik. Cogí 200 millas por hora en la autopista.

   «Gane.

   «Me costó trabajo despejar parte del pelo del parabrisas, pues la sangre ya se había coagulado. Desde entonces, ¿sabe?, no sé que está bien y que está mal. Veo las noticias de madrugada, como un tipo ha acuchillado a su mujer y me río como si fuera un chiste. Veo la guerra del Golfo y me pongo de parte de los irakies, creo que no está bien verter su sangre por petróleo, veo a un violador y le envidio, veo a un pedófilo y deseo su muerte lenta u agónica, me confundo y equivoco mis juicios, me doy miedo a veces. No se como actuar.

   «El otro día un negro robaba a una mujer. Le golpeé hasta dejarlo inconsciente y lo entregué a la policía. Me sentí mal. Busqué por las calles algo similar. Un ejecutivo golpeaba a una prostituta, me acerqué y me puse a golpearla con él. También me sentí mal.

   «Al rayar el alba, mientras volvía a dormir, una niña lloraba al otro lado de la calle. Me acerqué y le di un cachete. No se llora, dije, pero después le compré unas golosinas y se calmo. Yo empezaba a estar mal, soy alérgico al sol desde que corro por las noches ¿entiende?, pero me quedé allí hasta que sonrío, y me sentí bien, Por fin pude irme a mi cama, y no supe, a pesar de mis sentimientos, cuando había obrado bien.

   Se calló. Yo no pude decir nada, No sabía si odiarle, sentir pena de él o admirarle. Le pregunté lo primero que me vino a la cabeza.

   -¿Ha tenido alguna vez un accidente grave?

   – Casi muero, de echo… casi muero una vez. Era una carrera larga ¿sabe? Ir hasta Red Rocks y volver. Casi llegando al parque, en una curva, nos esperaba la policía. Tenían esos pinchos que te revientan las ruedas, pero a pesar de ello yo logré recorrer seiscientos metros sobre las llantas y eludir su barrera, Después de eso, perdí el control, salté el pretil y Sam y yo tuvimos una bonita caída de veinticinco metros. Tuvimos suerte, el coche no ardió, pero yo quedé muy mal. Vi el túnel y la luz ¿sabe? Pero me sacó de allí la voz de Sam.

   -«Te daré la vida suprema, verdadera, te la daré aunque me cueste caro, te daré la vida que se bebe y se busca»

   «El túnel se hizo más oscuro, y la luz desapareció. Entonces escuché un fuerte golpear o batir rítmico, como el dinosaurio ese que se acerca en la película de Spielberg. Cada vez más cerca. Bum. Bum. Bum. El negro se empezó a teñir de rojo, y comencé a sentir sed, una desesperante y agónica sed…

   – Sería por la pérdida de sangre, – comenté. Él se rió con unas ínfulas de superioridad mientras meneaba la cabeza.

   – Después noté algo caliente en los labios, y recuperé la consciencia. Sam me saco de allí, y esa noche volví a nacer.

   – Le llevo rápidamente a un hospital, supongo. El conductor volvió a reír.

   -Algo parecido. ¿Tiene algo más que preguntar?

   – ¿En qué gasta su dinero?

   – En caprichitos como éste, – dijo señalando el Dupont-. Tengo 16 de este estilo. Me encantan. ¿Algo más?

   – ¿Vive en este despacho?

   – Vivo en muchos sitios.

   – ¿Se siente culpable de ser un peligro nocturno?

   – Hay peligros más grandes que un coche a toda velocidad en la noche. Cuídese de ellos.

   Esta fue su despedida. No he vuelto a ir por Denver, pero creo que sigue corriendo por allí. Cuídense de él.

   ARTÍCULO APARECIDO EN EL USA TODAY DEL 3 DE JULIO DE 1990.

Escrito por Alberto Rodríguez
Historia de un vampiro Malkavian, personaje de Vampiro: La Mascarada
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Written by Dovesan
Y a veces, cuando caes, vuelas.