Desierto tus ojos. Parte 1
Escrito por Alberto Rodríguez
El hombre de negro se colocó el guante de cabritilla despaciosamente, casi como un cirujano. Entonces habló, como hablan las armas, como hablan los hombres que acostumbran a usar armas, en disparos, casi como pequeñas explosiones.
– Si de veras le quiere muerto le costará tiempo.
– Tengo suficiente dinero como para enterraros en él.
El hombre de negro emitió un chasquido de fastidio con evidentes signos de impaciencia y desdén.
-Dije tiempo, no dinero. Calcule si su rencor y su odio serán suficientes, no si su cartera, sus tierras, su ganado, su oro lo será, por que eso ya conozco hace tiempo que siempre será suficiente.
-Sí, creo que le odio tanto que podré esperar algunos días.
-Los días son días, yo le estoy pidiendo tiempo.
-Quizá debería buscar a algún otro que me lo traiga antes.
-Y quizá consiga traer el mar a Texas. Si contrato a la Pinkerton fue porque quería lo mejor. Ya tiene lo mejor. Y ahora que me ha hecho venir de Boston, no creo que se conforme con un pistolero chapucero y borracho que arrastre sus huesos sarnosos de bar en bar buscando a ese tipo.
El hombre de pelo cano frunció el ceño. Lo frunció como lo fruncen los poderosos, que no están acostumbrados a escuchar exigencias, y mucho menos a esperar. Pero en el fondo de la intensa desazón que le producía los planteamientos de aquel tipo esmirriado, con pomada en su fino bigote, y su Derringer finamente labrado al costado, sabía que tenía razón. Cuando se quiere cazar a una presa difícil, se requiere además de destreza y capacidad, que era lo que acababa de contratar en el hombre de la Pinkerton, paciencia, mucha paciencia, y eso sólo lo podía poner él. Con inmenso fastidio asintió despacio, casi con un movimiento de resistencia.
El sonido era macizo y concentrado, casi broncíneo.
El mejicano escupió sangre y un trozo de labio que le había arrancado el último puñetazo del matón, se recostó sobre la silla, movió las entumecidas muñecas entre el bosque de ataduras y se derrumbó de nuevo.
-Está bien, hablaré. – farfulló –
De las sombras surgió aquel tipo de negro, siniestro y oscuro como el sótano de una funeraria. Habló con acento refinado, pero con un tono seco que evidentemente no llamaba a la benevolencia.
– ¿Dónde está el hombre al que acompañaste en Santa Marta de Jaraiz?
– Yo sólo le cubría la espalda, yo no maté a aquel judío y a su hijo.
– No te he preguntado que hiciste, pregunto dónde está él ahora.
– No lo sé. Pero sé una cosa: Es un cabalgador implacable. Cuando compra un caballo no se deja engatusar por el vendedor que intenta mostrarle lo rápido que es. Pide uno con los tendones como sogas, duros y fuertes, y con un pecho ancho como un abrevadero. Puede estar en cualquier lugar de los territorios fronterizos entre Texas, México y Nuevo México, siempre cerca de la frontera. Lo conoce como la palma de su mano.
El hombre de negro cerró los ojos, calculando. Con dos días de ventaja el territorio a cubrir era demasiado amplio. Necesitaba concretar más. Le hizo una seña al mocetón y éste siguió con su concierto de sonidos, cada vez más macizos, cada vez más broncíneos.
-Le diré todo lo que sé del Flaco Jiménez, pero ya le he dicho que no sé dónde está ahora -dijo el mejicano intentando nadar en este mar de golpes.
El hombre de negro sonrió. El mejicano casi prefería su semblante serio. Le daba menos miedo.
-Acepto su oferta -ladró.
El mejicano resopló un par de veces, agitó su hinchada y ensangrentada cara, y pidió agua. El mocetón le alcanzó una jarra de barro y se la vertió en lo que quedaba de su boca. Entonces comenzó a contar todo lo que recordaba de aquel otro individuo flacucho.
– Tiene ese dibujo suyo, y eso les servirá de ayuda. Como ve, se parece a usted en lo alto y flaco. Supongo que por eso le llaman Flaco Jiménez. ¿Quieren matarlo, verdad? No les he visto a ustedes como se manejan con esos Derringer, pero les diré que tengan cuidado con él.
– ¿Es tan rápido como dicen?
– Como una serpiente. Pero eso no es lo peor -rió-. He visto a tipos mucho más rápidos, pero ni la mitad de peligrosos. El Flaco es frío como una tumba. Le he visto caminar en medio de una tormenta de balas como usted pasea en una tarde soleada. Y despiadado. Le he visto rematar de un tiro entre los ojos a mujeres como usted lo haría con un caballo moribundo. No tiene entrañas, y si cree que tiene una posibilidad de acabar con usted, la explotará y acabará con usted. Si cree que no la tiene, hará lo que un conejo, o eso le parecerá a usted. Aparecerá detrás cuando usted crea que esta en el fin del mundo y esparcirá sus sesos disparándolo en la nuca. Muchísimo cuidado con él.
– ¿Porque mató al judío y a su hijo?.
El mejicano rió sin poderse creer tamaña ignorancia.
– Porque le pagaron por ello. Es un pistolero a sueldo, como usted. Solo que usted tiene todo el aspecto de aceptar cualquier encargo, y sin embargo él solo acepta lo que le gusta. Se le pegó de cabalgar con Bernardo O´Riley, el que se dejó el pellejo en el asunto de Calvera, ¿sabe?. Sólo acepta si él lo considera una causa justa. No me pregunte lo que entiende por causa justa. El judío exprimía a todo aquel pueblecito, se enriquecía a su costa y era capaz de destrozar familias enteras solo para amontonar más oro. Su hijo era una especie de sádico que actuaba como cobrador.
El mejicano escupió y añadió: Bien muertos están.
El hombre de negro volvió a helar el aire con su sonrisa y tableteó como un Peacemaker.
– Gracias por ayudarme a conocer a ese hombre. Y añadió dirigiéndose al mocetón: Mátalo.
Escrito por Alberto Rodríguez Historia para su personaje Flaco Jiménez, del juego de rol Vampiro: La Mascarada |
[…] Bien es cierto que yo les animé con miel para sus oídos: «pxs a cambio de historias». Y aunque no todos entraron en la dinámica propuesta, la mayoría sí lo hizo y nos deleitó con cosas como esta: William, Vampiro Malkavian, interpretado por Alberto (creador también de Flaco Jiménez). […]