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Ian. Una historia de Vampiro La Mascarada

Ian. Ian Blackwood. Vampiro Brujah. Una de las columnas de la campaña que jugamos en mi Club de Rol hace ya más de 20 años. Un True Brujah cuando aún no sabíamos que era un True Brujah.

Podría estar hablando horas sobre este personaje. Y días sobre el jugador que lo interpretaba, Roberto Espeita (creador también de Jacob y que resulta que tiene un blog). Pero dejemos que sea su propio creador el nos hable de el y de su origen.


Decir que la noche empezó mal es como «estar un poco muerto»; el concierto (por llamarle de algún modo) en el Sucubus se fue a la mierda en cuanto al batería le dio un ataque de ansiedad y empezó a marcarse un solo a su puta bola justo en medio de mi puntéo (MI magistral punteo). A Donna Lee y a mí nos sentó mal semejante falta de respeto a nuestra labor creativa, así que subimos decibelios y sofocamos a la batería a golpe de agudos.

Me pareció que un tío al fondo, un pisaverde bien vestido, empezó a aullar mientras le sangraban los oídos, pero se largó para el laberinto antes de que me fijase bien en él. El caso es que en lo que el batería y yo nos zurrábamos, musicalmente hablando, el cantante insistía en su machacona letra, «neurothic girlfriend», poniendose rojo por momentos mientras el ganado de abajo, como de costumbre, se lo tragaba todo pidiendo más hasta que el ruido pudiese cortarse, masticarse y, en la medida de lo posible, garantizar graves e irreversibles daños cerebrales.

   Pero Donna Lee estaba bastante cabreada, así que al batería se le rompieron las baquetas, con lo que se quedó con la cara de gilipollas furioso que era su inevitable herencia genética, aparte de su expresión más habitual. Donna Lee y yo pudimos, por fin, hacer lo de costumbre, pasar de ese capullo y, ya puestos, del resto de capullos que era mi grupo y hacer la guerra por nuestra cuenta, para mayor satisfacción del respetable. Del casi respetable. Del a duras penas respetable. De la manada de bestezuelas patizambas que se retorcían gruñendo abajo, en el foso de las ratas.

   Entonces la vi, y me dije: «¡Uuuaaaauuuhhhh!», letra más, letra menos. Una morenaza pálida, embutida en unas mallas tres tallas menos de la que le garantizarían una mínima circulación sanguínea, que destacaba del público como una llamarada, como un erupto en una iglesia, con una mirada que era casi hambre, de esas que hacen que desees, inexplicablemente, estar recubierto de una espesa capa de chocolate, con azucar glasé delicadamente espolvoreada por encima, y con una enorme guinda sobre la cabeza.

   Así que, con ganas de terminar el concierto, aceleré un poco mientras el batería buscaba desesperadamente algo con lo que tocar. Como no lo encontró, terminamos el concierto con esa canción. El cantante, presunto líder del grupo, se paró al decirme que estaba hasta los cojones de mi afán de protagonismo y de mis aires de superioridad, y que ya podía ir recogiendo mis trastos y largándome.

A mí me pareció bien, y ya puestos, le dije lo que, por mi parte, pensaba de él (que era un mierda) y de su grupo (una Gran mierda). Él, a cambio me dijo que tenía serias dudas acerca de la moralidad de mi madre, y yo le explique detalladamente lo que estuve haciendo con su novia un par de horas antes del concierto. Así las cosas, se empeñó en contarme los dientes a mano y yo me dedique a una concienzuda y metódica remodelación de sus rasgos faciales.

   Cuando el resto del grupo empezaba a buscar instrumentos cortantes para practicar una vivisección en mi agraciada persona, y los gorilas del Sucubus se acercaban apartando a la gente como un cuchillo caliente corta la mantequilla, sentí en mi mano un roce helado: era ella, o sea, Ella, la que se parecía a una modelo del Playboy cruzada con un Ángel del Infierno, que tiró de mí (como si hubiera pasado la lactancia a base de esteroides ) y me arrastró hacia la puerta trasera, que daba a un callejón, casi arrancándome el brazo en el proceso.

    Estaba un poco magullado, y tenía un par de cortes en la cara que mi nueva amiga insistió en lamer. Una cosa llevó a la otra y mientras la metía mano esforzándome por descubrir que era lo que había debajo de su falda (Nunca se sabe), sentí un pinchazo en el cuello, y con él, el éxtasis más absoluto, junto con una progresiva debilidad que se iba adueñando de mi cuerpo. Caí, como a cámara lenta, durante un millón de años y me hundí en un océano de negrura. Luego sentí un extraño, a la par que familiar sabor en la boca, un calor en la garganta y bebí, bebí con un ansia inacabable. De un tirón ella apartó el brazo, y vi como su herida se cerraba sola.

Con voz grave y una sonrisa ladeada que no me gustó un pelo (pese a que eso solo hacía que estuviera más cojonuda aún), me dijo: » -Me llamo María, y tú eres mío. Si sobrevives, volveré a por ti.». En ese momento, sin dejarme decir nada, me dio una hostia. Perdón, lo que quiero decir es que me dio «la» hostia, un golpe que no vi venir y que me levantó del suelo, me hizo volar cinco metros y me estrelló contra la pared del callejón. Obviamente la inconsciencia que este hecho me produjo, y la rapidez con que sucedió todo, evitar que sintiera el profundo y completo acojonamiento que experimente en cuanto desperté a la noche siguiente.

    Al parecer mi «dulce amor» había amontonado, por alguna extraña razón un montón de cajas y plásticos sobre mí, de forma que estaba totalmente cubierto por ellos. El caso es que cuando salí tambaleándome de mi lecho de inmundicia, lo primero que oí fue: – «¡Mirad, ahí está ese cabrón!. Y acto seguido los miembros de mi ex-grupo se lanzaban sobre mí, portando las más variopintas herramientas contundentes y/o cortantes.

    Y eso me puso furioso. Perdón, decir que me puso furioso es como decir que un hierro al rojo blanco está caliente, en vez de señalar con ecuanimidad que abrasa jodidamente, o sea, que podría haber dado un seminario sobre la furia de trescientas horas al jodido Genghis Khan. Pues eso es lo que sentí, como fuego liquido corriendo alegremente por mis venas, como una explosión de fuerza, y grite, pero lo que salió de mi garganta no fue un grito, sino un aullido que tenía muy poco de humano.

    Mis verdugos se paralizaron al oírlo, y poco después empezaron a avanzar más lentamente, desplegándose en torno mío. Yo no podía verlos bien en la oscuridad, y forzaba mi visión y mi oído cuando, de repente, como un estallido, una nueva percepción estallo en mis sentidos; podía verles, tan nítidamente como si fuera de día, como si el mundo, de repente, se hubiera vuelto exquisitamente definido para mí, preciso en cada uno de sus rasgos.

Oía sus pasos como leves truenos rompiendo el silencio, y el entrecortado sonido de su respiración, y en el leve olor que emanaba de ellos, sentía su adrenalina, y algo debajo, más sutil, que instintivamente supe que era el olor del miedo.

    No pude sujetarme más y salte sobre ellos, aullando, y mientras una Bestia se apoderaba de mí y golpeaba a unos y otros en un sereno éxtasis de violencia, la parte de mi mente que aún controlaba se ocupaba de que los golpes fueran precisos, perfectos, inmaculados y encadenados unos a otros como las notas de una sinfonía: en una danza cuya única música consistía en los gritos de mis víctimas. Cada golpe llevaba a otro, cada víctima era un paso a la siguiente, mientras, no dejaba de gritar, aullar, de sentir dentro de mi una rabia exultante, gloriosa.

    Cuando acabé con el último, un chorro de sangre saltó y me llenó las manos. La Bestia se retiró, despacio, a su cubil en mi alma, el lugar oscuro desde el que me vigilaría por siempre, mientras, por segunda vez, el Ansia me llamaba. Como en trance, lamí mis manos, sucias de sangre, e inmediatamente me lance sobre uno de los cadáveres, dejándolo seco, y luego otro más, y otro, hasta que me sentí saciado.

    Y en ese mismo instante, en la quietud y el silencio que siguieron a la matanza, en el callejón, rodeado de cadáveres y con las manos y la boca aún manchada de sangre, tuve conciencia de lo que ahora era.

    Estuve un tiempo indefinido así, como en shock, hasta que unas manos muy fuertes me cogieron y me zarandearon: un tipo tan pálido como yo, calvo, con tatuajes en la cabeza y un pendiente en la nariz. Su charla me llegaba como de muy lejos: «… estas loco al montar esta matanza en la mismísima puerta trasera del Sucubus, como se entere Lodin vas a ver tío, ¡y sin cerrar las marcas de colmillos!, ¿pero es que te has vuelto loco del todo o que?…». El tipo se fue, y volvió con otro. Hablaron rápidamente, y la voz del otro, muy juvenil, dijo: -«Sácale de aquí y ocúpate de él, yo me encargo de limpiar.»

    El tío del pendiente en la nariz me cogió del brazo y me llevó hasta un coche destartalado, y en él fuimos hasta lo que me pareció una fábrica abandonada. Por el camino se me despejó la cabeza e intenté hablar con mi acompañante, pero más bien fue un monologo:

    – Menudo marrón, tío, tuvo que ser una bonita pelea. Si Damien no limpia todo antes de que la llegue el soplo a Lodin, veo tu culo camino del infierno. Y a todo esto, ¿tú quién coño eres? Ah, si, te recuerdo de anoche. El guitarra, ¿no?.Tío, has cambiado mucho, estás muy pálido, deberías alimentarte mejor. ¡Jua, jua!…

    Esperamos un rato largo en la fábrica. Vi como mi compañero apartaba cajas y maquinaria (sin esfuerzo aparente), para revelar un agujero en la pared. Dentro no había luz, así que me esforcé en escudriñar las sombras y volvió a pasrme lo de antes, veía con claridad en la oscuridad.

    – ¿Pero que clase de bicho raro eres tu, tío?,- me preguntó el otro,mirándome asombrado-,Al ver lo que hiciste con la carne muerta del callejón pense que eras de los nuestros, y no uno de los vagabundos…

    Yo no le estaba haciendo caso. En el cristal de una ventana vi mi reflejo: la piel muy pálida, la boca aún manchada de sangre, y los ojos rojos como el fuego del infierno. Me asusté y retrocedí. Mi acompañante al verlo, movió la cabeza y sonrío.

    -Lo que me temía, un jodido principiante. En ese momento el otro, al que había llamado Damien, entró en la fábrica.

    -Genghis: Jack el Sonrisas y alguno de los suyos estuvieron anoche en la ciudad, – dijo el chico, que no parecía tener más de 16 años-.

    -Eso explica algunas cosas, -contestó Genghis, señalándome- ¿qué hacemos con él?

    -Es un Brujah, pese al bonito color de sus ojos. Todos los de la panda de Jack lo eran. Ya me he encargado de limpiar la zona, no hay peligro de que Lodin se entere.

    -Pues vale. Mira, este tío es un guitarra cojonudo, y un buscalios de primera, seguro que es una buena adquisición… En ese momento me di cuenta de un pequeño detalle, y grite: ¡¡¡Mi guitarra!!!

    Genghis, comprendiendo mi angustia, me acompaño a buscar a Donna-Lee al antro donde ensayábamos, mientras, Damien iba a hablar con una especie de pez gordo de los Brujah, un tal Critias. Por el camino me fue contando cosas: los clanes, la mascarada, los príncipes, las otras cosas que se mueven en la noche, y luego, las movidas de Chicago: Lodin, los Anarcas, Gary, Modius… todo por encima y muy embarullado.

    Cuando llegué al sitio en cuestión, la puerta estaba cerrada con un candado. Genghis lo señaló y dijo: «rómpelo». Lo cogí y de un tirón lo rompí.

    – Pues si que eres un Brujah, -dijo.

    Después entramos en la oscuridad. Sin esfuerzo ya, conecté mi otra visión, y esa «otra cosa» que aumentaba mis percepciones.

    Y la vi apoyada en la pared, esperándome. La cogí suavemente, como a una mujer, como a una amante, y conecté los amplificadores. Donna Lee y yo llevamos ya mucho tiempo juntos. Es una de las primeras Fender que se hicieron, y la encontré, por casualidad en una tienda de cachivaches. El dueño me cobró unos pavos, ya que al parecer, estaba ansioso por librarse de ella. A mí me pareció que el tipo estaba loco, pero enseguida descubrí que Donna Lee (el nombre estaba escrito en la madera) era extremadamente temperamental con la gente que no le gusta, y, a veces, le da por «tocarse a sí misma», una especie de masturbación musical.

Es un poco fantasmagórico hasta que te acostumbras, y quizás por eso el tipo de la tienda me la dejó tan barata. La verdad es que, a veces, pasan cosas raras cerca de Donna Lee, es una dama caprichosa.

    Con Genghis de público, me puse a tocar, Quería saber si la muerte me había alterado el pulso. Pues así era, con mi nueva percepción, mi nueva coordinación y la velocidad cegadora que ahora podía dar a mis manos, las notas salían como relámpagos de la guitarra, revelando una destreza que jamás soñé tener.

    Al parecer, la muerte me había sentado bien.

Escrito por Roberto Espeita
Historia para un personaje de Vampiro: La Mascarada
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Written by Dovesan
Y a veces, cuando caes, vuelas.