Desierto tus ojos. Parte 3
El jinete avanzaba por la inmensa llanura, pedregosa y árida como un cadáver, con trote lento y fácil. Despreocupado, pensaba solamente en llegar al anochecer del día siguiente al pueblecito, y poder dormir en una cama un par de noches, claro está, después de un baño caliente abundante y espumoso, fumándose el más delicioso de los cigarros puros que pudiera comprar en el almacén local.
De pronto, un instinto secreto, uno de esos instintos que adquieren los hombres y mujeres que acostumbran a vivir siempre en el límite, «twice in a day everyday», chilló en su interior con fuerza silenciosa. Algo así como un extraño revoltijo de tripas que culmina en un ondear bandera roja en lo más profundo de tus entrañas.
Extrajo su carabina de seis tiros del cuarenta y cinco de la funda lateral de la silla, y buscó en su campo de visión el origen de la amenaza. No vio nada, pero la alarma seguía aullando en su interior, presintiendo el peligro. Detuvo el caballo y aguzó su fino oído, escuchando con atención. Se acercaban jinetes, no había duda. Al galope. A las diez. Bajó del caballo, amartillo el rifle, liberó la trabilla de la funda de su revólver y tumbó su caballo a modo de parapeto. No había acabado de hacer esto cuando sobre el cerro aparecieron unos diez jóvenes comanches, chillando como búfalos en celo, como los demonios de la pradera que eran. Abrió fuego, y el primero de ellos, quizá el más audaz, mordió el polvo, y en polvo se convirtió en palabras bíblicas. Hizo un segundo disparo, y cayó un segundo, hizo un tercero, y cayó un tercero. Siguió con aquel ritmo preciso y mortal, así que se encontró con el tambor de su rifle vacío. Le dio tiempo a recargar su carabina, con muchísima calma pero con mucha prisa, y para cuando llegaron a su altura sólo eran cuatro, había agujeros de bala en todo su derredor y en el cuarto trasero de su caballo. Los comanches se dividieron, intentando rodearle por ambos lados de su parapeto-caballo. A unos les hizo fuego con el rifle, a una mano, con el único fin de mantenerlos ocupados, pues sabía que acertarlos era pura fábula o pura cuestión de suerte. El otro grupo tuvo peor suerte: Extrajo su revólver e hizo puntería, derribando a los dos en otros tantos disparos. Sus movimientos habían sido precisos, ajustados, sincronizados hasta el último gesto, sin que lo perturbaran lo más mínimo las balas con su silbido de muerte danzando a su alrededor, ni el comanche que saltó de su montura abalanzándose hacha en mano sobre él, chillando como si fuera a matarlo a gritos. Le disparó a bocajarro, giró sobre sí mismo, y volvió a hacer fuego mientras la tierra saltaba chispeante en sus cercanías al son de las balas que impactaban en ella. Sólo quedaba un comanche encima de su caballo, y prudentemente, volvió grupas y aceleró para largarse lo más rápido de allí. El jinete recogió su carabina, le introdujo uno de los cartuchos que guardaba en su bolsillo, apuntó cuidadosamente al comanche e hizo un disparo, alcanzándole pero no derribándole.
Demasiado tarde para volver a disparar. Ese maldito comanche le traería problemas si llegaba vivo a su horda. Esta vez serían más, le atacarían buscando la sorpresa y no en campo abierto y confiados en su superioridad numérica, y además, ahora sabrían muy bien a qué se enfrentaban.
Miró el horizonte en dirección sur, observó las nubes, calculó cuanto tiempo se demoraría en cubrir la distancia que lo separaba del pueblo más cercano, con un caballo cansado, herido, y no precisamente rápido, en un terreno que se arrugaba y prometía emboscadas y encerronas. Decidió cambiar de destino, y cabalgar hacia el oeste, hacia Fort Davis, más cerca, más incómodo, más preguntas, pero más seguro. Limpió la herida de su caballo con el último trago de whisky que guardaba para sí, mientras sujetaba con fuerza las riendas, montó en él y se dirigió al fuerte, mientras daba gracias en silencio al cielo porque los comanches hubiesen comprado aquella chatarra de rifles, siendo tan malos tiradores. Probablemente, si hubieran intentado coserle con sus tradicionales flechas, ahora sería pasto de coyotes y buitres.
El hombre de negro observó las luces agresivas y danzantes del saloon, y se dirigió hacia la puertezucha de madera coronada por un ajado farol rojo.
– Usted espere aquí, será mejor. – dijo al hombre rechoncho del maletín.
Penetró al aire cargado, húmedo, caliente, rasposo, ardiente y solicitante del interior. Una hermosa muchacha mejicana se dirigió hacia él con una botella de tequila oscuro y añejo en la mano.
– Amor, quédese esta nochesita en mi cama, y te haré el gringo más feliz de todito el mundo.
– Busco a Remedios. – espetó el hombre de negro.
Con un puchero de desilusión, la chica le indicó una mujer obesa, estropeada por la edad y empapada en el inconfundible vapor del mezcal que sentada con una expresión de esperar Dios sabe qué milagro miraba a la concurrencia. El hombre de negro se sentó casi a cámara lenta en la mesa de la vieja puta. Le calculó unos cincuenta. Toda una hazaña.
– ¿Remedios?
– ¿Y tu quién eres, un vendedor de remedios milagrosos? Si vienes a lo que todos, sube al piso de arriba. Quítate esa estúpida levita y espérame en la primera puerta a la izquierda.
– Puede que luego nos divirtamos, pero ahora quiero saber todo lo que sepas sobre este hombre.
La puta recogió el pasquín, y arrugó las cejas en un claro signo de reconocimiento. Suspiró largamente y al fin se decidió a conversar.
– Dicen que los curas no pueden hablar sobre lo que se les confiesa, así que nosotras tampoco. Vamos arriba de una vez.
Notó el frío del cañón justo debajo de la cinturilla de su falda. Cuando escuchó el sonido del arma al amartillarse siniestramente debajo de la mesa, comprendió que aquel individuo no daría su brazo a torcer tan fácilmente
Con un ligero temblor en los labios y en las aletillas de la nariz, la mujer comenzó a hablar.
– Me ha chingado un par de veces, no más. Es rápido, como con el revólver. Atranca la puerta con la alacena, no suelta el revólver y casi permanece más atento a cualquier ruido que a lo que tiene debajo. Después se sienta cara a la puerta atrancada, sin dejar su arma, y fuma uno de sus apestosos puros. Alguna vez hemos hablado de cositas, pero no más. No me mate, señor, por favor. Sólo le conozco de eso.
– ¿De que cositas hablabais? – dijo apretando el cañón un poco mas contra la carne blanda.
– vYo le preguntaba si era casado, si tenia una bonita mujer, y él me decía que ni la tenía ni la tendría nunca, y entonces yo le preguntaba porque, y él me decía que si no tenías nada era más fácil porque así no lo podías perder y entonces yo le preguntaba si alguna vez no se había perdido por una hembrita y el contestaba que muchas veces había sentido la cuchillada del deseo y la llamita de la ternura, pero que siempre la había ahogado por bien suyo y de la chica decía, y yo no le entendía y lo repreguntaba, y el decía, está bien así Remedios, no más, y le preguntaba yo ahorita si alguna vez no había compartido algo más que el lecho con una mujer y el decía que sí, que hacía mucho tiempo, en algún lejano lugar, y que ella ahora estaba muerta por su culpa, a pesar de que él se apartó mucho antes de ella, y que él era al amor lo mismo que el fuego para las flores, y que tuviera mucho cuidado y no dijese a nadie que le había conocido, porque si no algún día cuando menos lo esperara, y de la manera que menos esperara un hombre llegaría, me haría preguntas y me mataría. Por favor padresito, por favor, no me mate.
– Vamos tu y yo arriba, ahora. Sin ruidos y sin preguntas. No te despegues de mí.
La mujer lo precedió, y ambos subieron con aparente normalidad a los reservados de arriba. Entraron en una habitación que despedía un maloliente aroma a sudor rancio y a otros fluidos más rancios aún.
El hombre de negro empujó a la mujer contra el catre y le ordenó que se desnudara. Él dejó el Derringer sobre la alacena, tranquilizándola, y se despojó lentamente de sus ropas, sacando algo de un bolsillo y manteniéndolo oculto en la palma de su mano, se metió en el catre, se subió encima de la mujer y la penetró rápido y untuoso como una serpiente. Ella no presintió nada cuando el tipo agarró la almohada, pero intuyó su final cuando le sujetó la cabeza con ella. Entonces notó el primer corte, que el hombre de negro le asestó diestramente con la navaja de afeitar. Mientras la sangre brotaba ferozmente como torrentes por la piel, con cada corte, y le iba tatuando con ellos, subía la excitación del hombre, los gritos ahogados, los intentos por zafarse de la muerte, sus movimientos eran más rápidos, con cada pedazo de dolor y carne arrancado acrecentaba su placer, hasta que en un sonido más de bestia que humano, jadeó y llegó al clímax. Se vistió, se lavó la sangre y otros restos de la puta que le enfangaban manos y cuerpo en una desconchada jofaina y comentó:
– Un buen servicio.
Recogió su Derringer y la almohada. Nadie abajo reparó en lo que creyeron un portazo, ni en la adusta y espigada figura negra que volvió al frescor de la noche pocos minutos después.
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