Mi nombre es Sombra.Una historia de Vampiro La Mascarada
He recibido de oscuros y sarcásticos Dioses, gentuza sin duda con demasiado tiempo libre, una maldición y un don: la maldición es llegar al peor sitio exactamente en el peor momento; el don es la suerte del demonio. La maldición es infalible; el don, no tanto.
También nací con una inevitable tendencia a la calvicie y a la miopía, únicas herencias paternas que considero dignas de mención, así como de mi madre heredé la curiosidad y el olfato necesarios para descubrir los secretos de los demás, con la incansable perspicacia de una beata solterona en una ciudad pequeña.
Pude haber sido periodista y haber ganado el Pulitzer, pero me hice policía. Y no pregunten por qué. Mi psiquiatra y yo aún estamos estudiando el asunto.
El caso es que todavía no se si fue la maldición o el don lo que me hizo llegar demasiado pronto a casa, tras conseguir escapar en el último momento de la guardia nocturna, con lo cual llegué a tiempo de pillar a mi querida Alice, mi dulce esposa, comiendole el coño con ansia animal a la niñera semiadolescente de nuestra pequeña Laurie. Jenny, la niñera, no dejaba de retorcerse y de increpar a Alice para que la trabajara mejor. Yo asistía al espectáculo impertérrito, con la desganada sabiduría que dá el haber visto, hacía apenas unas horas, los cadáveres de unas crías, de poco más de la edad de mi hija, que habían sido violadas y descuartizadas como plato fuerte de algún oscuro rito, sabiendo que no encontraría al culpable y que, si por azar me tropezaba con él, sería un respetable miembro de la comunidad, que sin duda me crucificaría antes de permitir la más leve sombra en su inmaculado nombre.
Con la tranquilizadora certeza que da el convencimiento de la propia insignificancia, desde las sombras me dediqué a observar a mi esposa realizando una actividad sexual, algo que, pensé en mi inocencia, había olvidado como hacer.
Pero como la cosa no tenía visos de acabarse, tranquilamente busqué la cámara de vídeo ( ahora hay unos aparatos realmente escalofriantes, de visión nocturna, un follón de aumentos y muy, muy silenciosos ) y me dediqué a guardar unas imágenes entrañables para cuando Laurie fuera mayor y me preguntara por qué maté a su madre. Saqué unos primeros planos de la cara radiante de Alice, realmente muy buenos, cuando la zorrita de Jenny se corrió por fin.
Entonces saqué mi revolver, no el reglamentario, el otro, ese que todos los polis tienen, que no tiene numero de registro, ni huellas, ni marcas, al que se le ha limado el cañón para que los de balística no puedan relacionarlo con nada, y con paso lento entré en la habitación.
Si esperaba alguna conmoción quedé defraudado; mi querida esposa se limito a preguntar: – ¿Cuanto tiempo llevas mirando, estúpido cerdo cornudo, poniéndote cachondo viendo como follamos mi novia y yo?
De repente lo del revolver no me pareció una buena idea, me sentí ridículo con la pistola en la mano cuando realmente, no me apetecía matar a nadie, así que me fui de allí sin decir, por ejemplo, que también me hubiera gustado tirarme a Jenny, pero que me era imposible ponerme cachondo mientras mi mujer permaneciera desnuda en la misma habitación.
Fui a un hotel, y me llevé la cinta, la cámara y el revolver conmigo. A la mañana siguiente, mi querida Alice presento una demanda de divorcio junto con una denuncia por malos tratos y abusos deshonestos (¿los hay de otra clase?) a nuestra hija.
Lamenté no haberla matado. Sin embargo, a veces, y por oscuras razones, los Dioses sonríen a los calvos, aunque, desde luego, no pensaba en ello cuando mi jefe, con una gran sonrisa, me pedía mi placa y mi arma «hasta que se aclararan las cosas»; creo que siempre sospechó que fui yo quien consiguió las fotos de su mujer siendo enculada por un inmigrante cubano, con evidentes muestras de satisfacción mutua. El pobre hombre tuvo que aguantar esa imagen en el correo de su ordenador, en su escritorio, encima de la foto de su boda, y enfrente de su casa, pegada sobre una valla publicitaria, al nada despreciable tamaño de cuatro por cuatro (metros).
Nunca encontraron al culpable. Ni ya puestos, a Oswaldo Rodrigues, el cubano en cuestión, aunque la mujer de Fred estuvo dos semanas sin quitarse las gafas de sol para nada. Y sin poder sentarse, todo hay que decirlo.
El caso es que me encontré sin trabajo de repente, con las cuentas congeladas y mucho tiempo libre. Y las manos ociosas son del demonio: había vuelto al mugriento motel donde esperaba que la legión de cucarachas autóctonas (negras, grandes y brillantes como un Chevrolett del 56) se decidieran por fin a atacar, cuando empecé a dar vueltas en mi cabeza al delicado rompecabezas de los cuerpos de las niñas asesinadas en el suelo … y había algo que no acababa de encajar, algo en el descuidado entramado de sus cuerpecillos rotos en el suelo que pulsaba una señal de alarma. Había un patrón.
Así que recogí lo que quedaba de mi ego, el otro revolver, y salí a «caminar por el lado salvaje de la vida». Aún no tenía idea de lo oscura que se puede volver una noche cualquiera. Paré para comprar un tónico medicinal (bourbon de Kentucky) en una licorería cercana al callejón donde encontramos los cuerpos, y mi maldición se activó como una llamarada: una forma se escurría por la zona, saltándose las bandas amarillas de la policía.
Corrí, pistola en mano (no está de más ser precavido con gente que te destriparía para desayunar) y mi voz se perdió junto con mis pelotas cuando iba a dar el alto. Me encontré bloqueando la salida del callejón a algo que recordaba vagamente al concejal Marcus O´Reilly, todopoderoso edil del ayuntamiento, pero que también recordaba al monstruo del pantano de una película de terror de serie B. Casi serie C: la criaturita estaba olisqueando el suelo del callejón como si buscase algo, mientras su gruesa cola escamosa se retorcía de lado a lado. Mientras un chillido histérico me crecía en la garganta, no pude evitar pensar: si yo tuviera una así, iba a enterarse la Jenny.
Pero el que me enteré fui yo.
Algún ruido debí hacer, aunque sólo fuera el ocasionado por estar meándome encima, pero la cosa se volvió, me miró, y en su rostro, que era un noventa por ciento dientes, vi que «había tiempo para otro bocado».
Disparé.
Y, quizá, hubiera sido mejor dejarme devorar sin pan ni nada. Mi bala pasó a un millón de años de el; como metal líquido, como mercurio fluyente, la cosa hermosa y terrible que se parecía al concejal O´Reilly esquivó mi disparo, y aprovechó para darme La Hostia, como sin querer.
En el colegio, en el instituto y más tarde en la Academia de policía, e incluso en el ejercicio diario de pies planos he tenido muchas y buenas peleas. He dado y me han dado mucho y bien. Pero ¡amigo!, aquello fue distinto. No me dio tiempo a sentir dolor, simplemente vi que la pared volaba hacia mi a velocidad luz, fundido en negro y el éxtasis de ser consciente de cada punto de tu cuerpo convertido en una catedral de angustia y no poder mover ni el jodido dedo meñique.
Fue un milagro que, con una cantidad indeterminada de lesiones mortales no perdiera la consciencia. Así pude ver como el primo hermano de Godzila se acercaba a mi relamiéndose. De repente, se paró como si escuchara algo, y se esfumó trepando a mano por la fachada del edificio, y saltando de azotea en azotea.
Habían pasado cuatro o cinco segundos en total desde que entre en el callejón, y me estaba muriendo. A punto de ver la jodida luz al final del tunel cuando oí los pasos, lentos, pausados, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Algo en mi quería dejarse ir, en el calor, en la luz, pero mi obstinada vena irlandesa necesitaba saber, saber que era O´Reilly, por qué habían muerto las niñas y sobre todo, que había espantado a la Bestia.
Nancy Reagan.
La flamante ex-primera Dama, paseaba sus doscientos cincuenta años por entre la inmundicia del callejón, directa hacia mi. Con una gran sonrisa. Con una sonrisa demasiado grande. Con una sonrisa enorme, pero no era la señora Reagan, era Ronald McDonald tendiéndome un vaso gigante de cocacola.
-¿Quieres vivir para siempre … ¿ – Y me pareció, de repente, una idea cojonuda, palmarla a la americana, con una coca-cola y una sonrisa, así que intenté hablar, consiguiendo en cambio salpicar de dientes a mi interlocutor, que se limitó a acercarme el vaso aumentado si eso es posible su ya descomunal sonrisa, con riesgo de abrir su cabeza como una cremallera.
Y bebí, durante un millón de años; mientras las estrellas se alzaban y caían, bebí el corazón de todo pecado, la llave del infinito, la manzana de Eva, mientras el amigo Ronald mutaba su rostro coloreado en el de Salma Hayek, igualmente sonriente.
-Bienvenido a la eterna esclavitud, chavalote.
Y, mientras bebía de su brazo abierto, me fui muriendo. En cierto modo.
En cierto modo, por que desperté la noche siguiente (eso lo supe por el reloj), y «no está muerto lo que solo está dormido». Había llegado de algún modo al mugriento hotel en el que almacenaba mis huesos, y notaba que algo había cambiado, que estaba al borde de la revelación.
Pero no esperaba al Pato Lucas sentado junto a mi cama.
-¡UUUAAAARRRGGGGHHH! -exclamé, o algo parecido, mientras buscaba mi revolver, el rosario o una granada de fragmentación.
-Vaya- dijo el pato – esperaba una reacción mas amigable, algo menos exaltado.
-¡UUUAAAARRRGGGGHHH! – conteste, mientras intentaba meterme en la pared a cabezazos.
– Esto va a ser más difícil de lo que pensaba – continuó amablemente – Por favor baja del armario, «es hora -dijo la oruga- de hablar de muchas cosas»- y sonrió, y tenía muuuchos dientes.
– ¡UUUAAAARRRGGGGHHH! – maticé, mientras saltaba por la ventana.
No debí hacerlo. Si arriba estaba el pato Lucas, abajo estaban los Reservoir Dogs al completo, y el que parecía ser el Sr Rosa se dirigió a mi, con una voz que tenía cuchillos dentro:
– Habrá constatado que ha sobrevivido a una caída de un segundo piso sin un arañazo. Se habrá fijado en su palidez extrema, habrá observado sus capacidades motoras y sensoriales notablemente aumentadas. Debe tener claras al menos dos cosas: Uno, usted vive (en sentido amplio) por que necesitamos un detective, y dos, esa circunstancia es susceptible de cambiar si sigue portándose como una zorra histérica, así que, ¿qué va a ser?, ¿truco o susto …? .
– Siempre le quita toda la gracia – oí refunfuñar al pato arriba.
– Pre-prefiero lo que me mantenga vivo, gracias.
– Bienvenido, soy Ian, el pato es el Sin Nombre, aquel tipo de la gabardina es Nimrod, el tipo que no ha querido bajarse del mercedes es Ivo, la que está sentada al lado es Sophie, y esa figura que emerge de tu sombra es Hassim. Bienvenido a la noche, ¿cómo debemos llamarte …?
– Mi … nombre es Sombra.
Y así empezó todo.
Escrito por Roberto Espeita Historia para un personaje de Vampiro: La Mascarada |
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