On the Road. Primero.
Ian
Un mosaico rosado, corroído, tapizado de amarillentas pústulas donde el hueso, emergente, ha cortado la piel. Sin rastro alguno de cabello en el cráneo, que brilla en la mortecina luz como la cúpula de un templo pagano. La nariz, rota un millón de veces, hasta parecer algo que ni un perro hambriento se comería. Un ojo más alto que el otro, el izquierdo casi el doble de grande. Y la boca… una inexpresable colección de serruchos que hicieran innegables pero inútiles esfuerzos por encajar. Mi cara en el espejo. Perfecto.
Me vuelvo y le miro, al otro lado del miserable cuartucho que compartimos en el miserable y ahora desierto motel. Aún no habla. Quizá no vuelva a hacerlo. Refulge en la suave oscuridad, como una gema recién tallada, como la estatua de un faraón sacada de las aguas del Nilo, la prueba de que a veces la perfección transciende la simple belleza. ¿Quién diría ahora que él es el monstruo?… ¿El dueño del motel, probablemente, al menos después de perder la parte inferior del rostro? Y su amiguita, y los clientes del bungalow de al lado, y las chicas que el tal Harry tenía aquí para los clientes que no se traían su propia mercancía.
Quizá en otro tiempo le hubiera detenido. Quizá en otro tiempo no hubiera sido necesario. Pero ahora… aún las oigo gemir. Pronto tendremos que irnos y dejar otro incendio detrás, para cubrir nuestras huellas, los cadáveres, las innegables pruebas de que el lobo a veces se come a Caperucita. Me levanto pesadamente, y me dirijo a la habitación de lo que he dado en llamar «despensa» con humor maligno, mientras noto sus ojos, afilados como miras láser clavados en mi espalda. Y allí dentro, en lo que fue un espacioso, artificioso nidito de amor de a treinta pavos la hora, nuestra colección de muñecas. Que Dios me perdone. O que se joda, da igual.
Marilyn siempre ha intentado ser rubia, rubia desde el mismo centro de su alma, y copiar algo de esa belleza de hielo y de frío que es como un amanecer en la nieve. Y ha fracasado, una y otra vez, reinventando su belleza, convirtiendo su esencia primera en un producto de laboratorio, con sus tetas enormes, su pelo teñido y su rostro retocado, que consiguió que alguna vez un productor famoso la pusiera a cuatro patas con el cuento de un papel en una película que acabó siendo de niebla y de humo. Pero algo muy digno de admiración brilla en sus ojos cansados cuando los fija, llenos de una furia primaria, en mi pesadillesco rostro. Por ese desafío, más allá de la esperanza, la dejaría vivir.
Carmen es una chicana de tercera generación que, con catorce años, ha tenido dentro más pollas que la mayoría de las mujeres en toda su vida. Es lo bueno de las drogas, expanden la percepción. Pero cuando se hizo vieja, o sea, cuando llegó viva de forma inexplicable a los dieciocho años de edad, su manager se vio en la necesidad de rehacer su cartera de clientes: ya no era creíble cuando se ponía el uniforme de colegio. De ahí a la cuesta abajo que acabó en este motel no hubo gran distancia. Me mira como lo mira todo, deseando despertar y tener ocho años, cuando papá aún vivía, y ni su madre ni ella dependían de los caprichos de su padrastro para vivir. Por ese dolor, le daría la muerte.
Cinthya es blanca, anglosajona y protestante, tiene los genes adecuados y la ambición adecuada. Su rostro y su cuerpo son los de una diosa rubia recién salida de la facultad. Sus ojos tienen el gris acero del cañón de un revolver, que es lo que hay debajo de esa mata de pelo: un arma que apunta y dispara, sin errores, sin piedad, sin vacilación. Llegó al motel acompañada de su jefe, un octogenario a punto de su primer biznieto, y el tal Sr. Morris la tenía atada en la cama boca abajo, con los ojos vendados y el culo convenientemente untado de vaselina, cuando Ivo entró en acción: la puerta reventada, y un Azazel rubio en la entrada, resplandeciente como un lago en la mañana del mundo. El Sr. Morris eyaculó violentamente sobre la maniatada rubia cuando Ivo, en silencio, detonó su belleza como un explosivo plástico: el anciano sufrió, a la vez, orgasmo e infarto, cayendo sin vida, con una curiosa expresión maravillada, sobre su protegida, la niña-mujer por la que iba a abandonar a su mujer tras cincuenta años de casado, a la que iba a promocionar a socia sin pasar por ejecutiva, la que era su pasión última y que, curiosamente, sólo manifestó una leve expresión de fastidio cuando vio, al retirarle yo la venda de los ojos, el cuerpo inerte, obviamente muerto, del viejo a su lado. Aún ahora, enfrentada al rostro del mal que visto, se que su mente maquina buscando la forma de encontrar ventaja; mientras las otras dos farfullan oraciones y se encomiendan a santos olvidados, Cinthya ha tardado minutos en reevaluar su obsoleto sistema de creencias y, como un astronauta, a reencontrado su sitio en un espacio donde «arriba» y «abajo» son convenciones, y la gravedad un lujo: enfrentada al mal, a la muerte, a la posibilidad cierta de servir de alimento a una bestia inteligente (su seguro servidor), especula como un académico si mi morfología humanoide, decididamente masculina, será indicativa de una libido que pueda explotar. Así que se retuerce, desnuda, con el trasero aún embadurnado de vaselina y con una expresión de cervatillo asustado que no le llega a ojos, ojos de hielo. Por ese frío en el alma, por ese desprecio por el terror de sus compañeras o por la muerte de su protector, por esa manera de buscar ventaja y medrar como la hiedra venenosa aún en la antesala del infierno, le daría la noche.
Pero los perros que nos persiguen están cerca, y California aún lejos, y no es momento de jugar a Salomón, otorgando y negando dones. Es la hora de cosechar.
Se estremecen cuando saco el bidón de gasolina y lo vuelco sobre ellas. Carmen apenas se mueve, sólo cierra los ojos mientras las lágrimas empiezan a caer por sus mejillas; Marilyn prueba sus ligaduras por centésima vez, hasta sangrar por las muñecas y Cinthya abre las piernas y menea las caderas, por primera vez sobresaltada, intentando negociar en la única moneda que conoce. Ignorándolas, voy recopilando los cuerpos desparramados por todo el motel, llevándolos uno a uno a la habitación, apilándolos junto a las chicas maniatadas y echando más gasolina, mucha más. En el último viaje, cargado con el cuerpo del amigo Harry, proxeneta, traficante y difunto, veo a través del ventanal de recepción como Ivo, impecablemente vestido, se dirige a nuestra furgoneta, abre la puerta del pasajero y se sienta, esperando. Eso significa problemas. Gordos. Así que corro como muy pocas cosas más en la noche o en el día pueden correr, echo el último fiambre en el montón y, desde fuera, a distancia que espero sea segura, cerca de la furgoneta, disparo sobre el último bidón de gasolina.
Se enciende la noche.
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